Requiem - Ana Ajmatova

-¿Y usted puede describir esto? Y yo dije: -Puedo. Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.
Réquiem

Ningún cielo extranjero me protegía, 
ningún ala extraña escudaba mi rostro, 
me erigí como testigo de un destino común, 
superviviente de ese tiempo, de ese lugar. 

EN LUGAR DE UN PRÓLOGO
En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me "reconoció". Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, 
que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja): 
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije: 
-Puedo. 

Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro. 


DEDICATORIA
Un dolor semejante podría mover montañas, 
e invertir el curso de las aguas, 
pero no puede hacer saltar estos potentes cerrojos 
que nos impiden la entrada a las celdas 
atestadas de condenados a muerte...
Para algunos puede soplar el viento fresco, 
para otros la luz solar se desvanece en el ocio,
pero nosotras, asociadas en nuestro espanto, 
sólo escuchamos el chirriar de las llaves 
y las pisadas de las recias botas de la soldadesca. 
Como si nos levantáramos para misa primera, 
día a día recorríamos el desierto, 
andando la calle silenciosa y la plaza, 
para congregarnos, más muertas que vivas. 
El sol había declinado, el Neva se había opacado 
y la esperanza cantaba siempre a lo lejos. 
¿Que sentencia se dictó?... Ese gemido, 
ese repentino fluir de lágrimas femeninas,
señala a una distinguiéndola del resto, 
como si la hubieran derribado,
arrancándole el corazón del pecho. 
Entonces déjenla ir, trastabillando, a solas. 
¿En dónde estarán ahora mis innombrables amigas
de aquellos dos años de estadía en el infierno?
¿Qué espectros se burlan de ellas ahora, en medio 
de la furia de las nieves siberianas, 
o en el círculo nublado de la luna?
¡A ellas les lloro, Hola y Adiós! .

Introducción

Era aquella una época en que sólo los muertos
 podían sonreír, liberados de las guerras;
 y el emblema, el alma de Leningrado,
 pendía afuera de su casa-prisión; 
y los ejércitos de cautivos, 
pastoreados en los patios ferroviarios, 
se evadían de la canción entonada por el silbato de la máquina,  
cuyo refrán iba así: ¡Váyanse parias! 
Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros.
 Y Rusia, la inocente, la amada, se contorsionaba
 bajo las huellas de botas manchadas de sangre, 
bajo las ruedas de las Marías Negras. 

 1 

Llegaron al amanecer y te llevaron consigo. 
Ustedes fueron mi muerte: yo caminaba detrás.
 En el cuarto oscuro gritaban los niños,
 la vela bendita jadeaba. 
Tus labios estaban fríos de besar los iconos,
 el sudor perlaba tu frente: ¡Aquellas flores mortales!
 Como las esposas de las huestes de Pedro el Grande me pararé 
en la Plaza Roja y aullaré bajo las torres del Kremlin. 



Apaciblemente fluye el Don Apacible; 
hasta mi casa se escurre la luna amarilla. 
Brinca el alféizar con su gorra torcida 
y se detiene en la sombra, esa luna amarilla. 
Esta mujer está enferma hasta la médula, 
esta mujer está completamente sola, 
con el marido muerto, y el hijo distante 
en prisión. Rueguen por mí. Rueguen.

 3

 No, no es la mía: es la herida de otra gente. 
Yo nunca la hubiera soportado. Por eso,
 llévense todo lo que ocurrió, escóndanlo, entiérrenlo. 
Retiren las lámparas... Noche. 

4

 Ellos debieron haberte mostrado —burlona, 
delicia de tus amigos, ladrona de corazones,
 la niña más traviesa del pueblo de Pushkin— 
esta fotografía de tus años aciagos, 
de cómo te colocas junto a un muro hostil, 
entre trescientos andrajosos en fila, 
tomando una porción de tu mano 
y el hielo del Año Nuevo reducido a brasa por tus lágrimas.
¡Vean el chopo de la prisión doblegándose! 
Ningún ruido. Ni un ruido. Aun así, cuántas 
vidas inocentes se están terminando. 



Durante diecisiete meses he gritado 
llamándote al redil.
 Me arrojé a los pies del verdugo. 
Eres mi hijo, convertido en espectro.
 La confusión se apodera del mundo 
y carezco de fuerzas para distinguir 
entre una bestia y un ser humano, 
o en qué día se deletrea la palabra ¡matar! 
Nada queda, salvo flores polvosas, 
un tintineante incensario y huellas 
que conducen a ninguna parte. Noche de piedra, 
cuya brillante y gigantesca estrella 
me mira fijamente a los ojos,
 prometiéndome la muerte. ¡Ay, pronto!

 6

 Las semanas escapan de la mente, 
dudo que haya sucedido:
 cómo dentro de tu prisión, pequeño, 
las noches blancas se paralizaron en llamas:
 y todavía, mientras tomo aliento, 
ellos posan sus ojos de buitre 
 sobre lo que la gran cruz les muestra:
 este cuerpo de tu muerte. 

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