11 de abril 1961 - DIARIOS, Alejandra Pizarnik
11 de abril
Lo que llamamos contradicción, la simple frase de que el ser es contradictorio, encarna recién ahora, se hace acción y vida. No saber qué quiero, adónde voy, qué será de mí, adónde me llevará este modo de vida, esta manera de morir. Frases llenas de sentido, ritmo hastiado de mi silencio inquieto, como algo que se desarma. Algo se desbarata, se desajusta, se desintegra de una manera contraria a la esperada, como cuando hacía una casa de muchos pisos con el mazo de naipes y de pronto, súbitamente, todo caía por obra y gracia de un suspiro, un aire leve, algo indefenso e inesperado.
La imposibilidad de reproducir mis monólogos callejeros, los bellos delirios que me acosan en la calle, me hacen desesperar del lenguaje y me dan deseos de buscar otra manera de expresión. Tal vez sería conveniente tener un magnetófono, pero tampoco, pues su instalación, la conciencia de su existencia me producirían una extraña tensión. En suma, no hay arte para mis contenidos espirituales que son excepcionalmente artísticos. Esta imposibilidad de definición me obliga a vagar entre cosas provisorias, a no saber sino mediatizar las cosas más urgentes, a irme, a pesar de todo, lejos de la poesía y de la palabra escrita, lejos del amor y sus terribles caminos. Pero cómo hacer real mi monólogo obsesionante, cómo transmutar en lenguaje este deseo de ser.
La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura.
La antigua causa de este impedimento es mi imposibilidad congénita de comunicarme espontáneamente con los otros, de sobrellevarlos, de tener amigos, amantes, etc., de preferir, en su lugar, los amores fantasmas, las sombras, la poesía. El amor fantasma o el erotismo solitario. Lo que me fascina de la masturbación es la enorme posibilidad de transformaciones que ofrece. Ese poder ser objeto y sujeto al mismo tiempo… abolición del tiempo, del espacio…
Ayer no pude hacer nada porque me perseguía la inminencia de mi muerte. Mi próximo cumpleaños. ¿Qué son 25 años? ¿Cuántos más me quedan? Y qué relación hay entre lo poco que me queda por vivir y la magnitud de la tarea de reconstruirme. Hace cinco años tenía un futuro. Ahora me acerco vertiginosamente a la vejez y ninguna magia me ha de ayudar. Aun esto que escribo ahora siento que no merece ser escrito, pues siento como que no hay tiempo para finalizar el informe completo de lo que siento respecto del tiempo.
Confiar en sí misma. ¿Quién es sí misma? No sé, pero debo confiar en sí misma.
La sensación inigualada de estar de más, de estar de sobra en mí, porque yo no me necesito para vivir, no me pertenezco, no sé qué hago en mí, para qué me sirvo.
No comprendo cómo no sucede algo. Las sucesivas desdichas me han corroído. Queda un temor absurdo, algo que se aferra a un yo que ya no significa nada.
Mi imposibilidad de vivir es absoluta. Debo suicidarme. Sé —y al decirlo soy raramente honesta— que no tengo fuerzas para nada. No las tengo para cumplir ningún destino en la tierra. Y tampoco tengo fuerzas para aceptarme no cumpliendo nada. Quiero decir: ninguna coincidencia entre lo que se quiere y lo que se puede. Quererlo todo no pudiendo nada.
Cuando [papel roto] casi se incendió había un fuego lento en el patio. Sus gritos me hicieron acercar. No recuerdo qué ardía: si ella o una frazada. Gritaba monótona. Lentos gemidos de resignación pasiva. Después vino el repartidor de comestibles y con una vieja manta, apagó el incendio incipiente. Todo fue como filmado en cámara lenta. Yo miraba distraída. Y creo que mamá gritaba distraída. Cuanto al repartidor, apagó el fuego como quien no quiere la cosa (yo tenía cinco años).
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Lo que llamamos contradicción, la simple frase de que el ser es contradictorio, encarna recién ahora, se hace acción y vida. No saber qué quiero, adónde voy, qué será de mí, adónde me llevará este modo de vida, esta manera de morir. Frases llenas de sentido, ritmo hastiado de mi silencio inquieto, como algo que se desarma. Algo se desbarata, se desajusta, se desintegra de una manera contraria a la esperada, como cuando hacía una casa de muchos pisos con el mazo de naipes y de pronto, súbitamente, todo caía por obra y gracia de un suspiro, un aire leve, algo indefenso e inesperado.
La imposibilidad de reproducir mis monólogos callejeros, los bellos delirios que me acosan en la calle, me hacen desesperar del lenguaje y me dan deseos de buscar otra manera de expresión. Tal vez sería conveniente tener un magnetófono, pero tampoco, pues su instalación, la conciencia de su existencia me producirían una extraña tensión. En suma, no hay arte para mis contenidos espirituales que son excepcionalmente artísticos. Esta imposibilidad de definición me obliga a vagar entre cosas provisorias, a no saber sino mediatizar las cosas más urgentes, a irme, a pesar de todo, lejos de la poesía y de la palabra escrita, lejos del amor y sus terribles caminos. Pero cómo hacer real mi monólogo obsesionante, cómo transmutar en lenguaje este deseo de ser.
La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Quiero decir, por querer hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi deseo de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura.
La antigua causa de este impedimento es mi imposibilidad congénita de comunicarme espontáneamente con los otros, de sobrellevarlos, de tener amigos, amantes, etc., de preferir, en su lugar, los amores fantasmas, las sombras, la poesía. El amor fantasma o el erotismo solitario. Lo que me fascina de la masturbación es la enorme posibilidad de transformaciones que ofrece. Ese poder ser objeto y sujeto al mismo tiempo… abolición del tiempo, del espacio…
Ayer no pude hacer nada porque me perseguía la inminencia de mi muerte. Mi próximo cumpleaños. ¿Qué son 25 años? ¿Cuántos más me quedan? Y qué relación hay entre lo poco que me queda por vivir y la magnitud de la tarea de reconstruirme. Hace cinco años tenía un futuro. Ahora me acerco vertiginosamente a la vejez y ninguna magia me ha de ayudar. Aun esto que escribo ahora siento que no merece ser escrito, pues siento como que no hay tiempo para finalizar el informe completo de lo que siento respecto del tiempo.
Confiar en sí misma. ¿Quién es sí misma? No sé, pero debo confiar en sí misma.
La sensación inigualada de estar de más, de estar de sobra en mí, porque yo no me necesito para vivir, no me pertenezco, no sé qué hago en mí, para qué me sirvo.
No comprendo cómo no sucede algo. Las sucesivas desdichas me han corroído. Queda un temor absurdo, algo que se aferra a un yo que ya no significa nada.
Mi imposibilidad de vivir es absoluta. Debo suicidarme. Sé —y al decirlo soy raramente honesta— que no tengo fuerzas para nada. No las tengo para cumplir ningún destino en la tierra. Y tampoco tengo fuerzas para aceptarme no cumpliendo nada. Quiero decir: ninguna coincidencia entre lo que se quiere y lo que se puede. Quererlo todo no pudiendo nada.
Cuando [papel roto] casi se incendió había un fuego lento en el patio. Sus gritos me hicieron acercar. No recuerdo qué ardía: si ella o una frazada. Gritaba monótona. Lentos gemidos de resignación pasiva. Después vino el repartidor de comestibles y con una vieja manta, apagó el incendio incipiente. Todo fue como filmado en cámara lenta. Yo miraba distraída. Y creo que mamá gritaba distraída. Cuanto al repartidor, apagó el fuego como quien no quiere la cosa (yo tenía cinco años).